9.10.14

Diary

Una autopista de cuatro carriles en cada sentido. Un tráfico imposible que no entiendo y que me asusta. Sólo pienso un segundo que no voy en un mal coche. Al segundo siguiente, pienso que el asfalto está elevado en muchos tramos y hay abismo. Vamos hacia el interior, al campo. Y es verdad que abandonamos el aire templado de New Haven, más cercano a la costa, y a ambos lados de este monstruo de ruido y gasolina surgen árboles bellísimos de otoño. En medio del campo está la universidad pública de Connecticut. Cuesta creerlo cuando empiezan carreteras secundarias que me recuerdan a esos caminos del norte de España en los que el verde cae sobre la luz y una no sabe muy bien el animal que puede aparecer en un recodo. En este caso, troncos larguísimos de árboles aún con hojas impiden ver las muchas casas que flanquean lo que parece soledad. Ha habido heladas, hay árboles vestidos de rojo fruta en los labios y punzada de deseo. Pero es cierto, en un valle pequeño entre todo este bosque hay un campus enorme milagrosamente integrado, arquitectura, en el paisaje. Me gustan las ciudades, me gusta lo urbano. Las he deseado y añorado cuando como el curso pasado vivía en lugares que no lo son ni de nombre. New Haven, en ese sentido, se parece a Oviedo. Y entre el quiero y no puedo de las malformaciones urbanas que nos aquejan, el campo con sus colores y sus ritmos y ritos y entonces por primera vez desde que estoy aquí estoy tranquila. El espacio no es agresivo y no está transformado. Es. Y quienes viven allí con cierto arraigo -no los estudiantes ocasionales- parecen saberlo y entender los ritmos. Los graneros que son distintos a cómo almacenamos en casa. Los animales, sin embargo, también pacen en el prado mientras cae el sol. Lecherías. Meriendo con una pequeña Emily Dickinson un tazón de café con leche entera de las vacas que están a la vuelta de unos cuantos árboles. Al contrario que la de supermercado, no me sienta mal. No veo cervatillos pero sé que están ahí, escondidos tras los pinos alrededor de la casa, ella me lo cuenta porque ha visto a dos crías mamar confiando en lo humano. Vas a por la cuarta semana en esta tierra y es el primer día que te sientes tranquila, que no estás alerta. Ayudan el idioma, la acogida, las personas comunes cuya protección se extiende hasta este lado del mundo. Pero no estás alerta y el cuerpo disfruta la comida y los paseos y la clase que escuchas y el café en el nuevo downtown, caramelos y poemas leídos en su idioma, helado de calabaza porque es temporada y se acerca Halloween mientras el sol se pone y también se guardan de la noche los caballos. Has vuelto a escribir. A necesitarlo. Incluso has vuelto a necesitar escribir tu tesis y eso te agota porque no tienes el hábito, porque cuesta volver a amar lo que por un tiempo has aborrecido. Pero has vuelto a escribir aquí, tus cartas, las que publicas y las que no, poemas, pensar. Y lo piensas en el campo, escuchando a la pequeña que te habla entre tu lugar que compartís y esta tierra suya y le deseas, a esta pequeña le deseas que no se enfrente nunca a la hora del lobo. Que sepa ser fuerte y de lo diverso armarse para ser de aquí, de lo suyo, de su arraigo y ser también con la mirada extrañada del afuera. Ella prefiere las ciudades, me lo dice, como tomar el desayuno en mitad de la noche, mucha gente. Eso me dicen nueve años de luz sentados en la parte trasera del coche mientras veo en su madre una sonrisa que en un segundo explica el inexplicable porqué de la maternidad. Tú has vuelto a escribir y te preguntas si es que entonces eres, ya eres, con todo lo difícil de este lugar y la distancia. Con todo lo que añoras y te resistes, obstinada, a que nada de lo que aquí te agrede te toque o roce si quiera. Pero en la alerta has vuelto a ser y eso tal vez se lo tengas que agradecer a este lugar, sobre todo al campo, a los árboles de otoño que asienten con la brisa porque has vuelto a escribir y quizás por eso eres. A veces los coyotes se asoman cerca del sendero. La abuela Benigna le decía a Papá que no temiera los cementerios porque quienes hacen el mal son las personas. Los coyotes asoman cuando tienen hambre, les desconcierta el frío. Saber mirarles, como a la osa, y seguir tu camino. Has vuelto a escribir y eres y la vida que afila tus pasos no te lo pone fácil pero también está a la altura de lo que te pide.

 

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