16.9.14

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Querida Sofía, contestar a tu correo era escribir y por eso escribir y contestar así a tu correo. No tengas en cuenta cierta desconexión porque el cuerpo todavía no está del todo aquí. Los ritmos del sueño son más nocturnidad en casa que adaptarse a este sitio. Lo supe ayer: regresaba de Ikea y el suelo de madera de la habitación estaba cubierto de embalajes, cartón, mi maleta, cargadores de móvil. Llegan desde España los besos de buenas noches pero aquí apenas son las ocho de la tarde, maldita sea, estás aquí, estoy aquí. Tres meses y debo aprender pronto a que la cabeza viva en los ritmos de este sitio, a que el cuerpo se deje engañar por el aire frío de New Haven que en el fondo no suena tan lejano del todo a sus costumbres. Debo porque temo esta irrealidad del idioma y la observación. Lau lo llamó excursión y en cierto modo así es, pero tal vez no se pueda estar tres meses en una extraña frontera de palabra y mirada y que eso sea sano. No te preocupes demasiado, las horas de jetlag pasan factura y a cada golpe de sorpresa desagradable en esta tierra se produce un pequeño milagro absolutamente humano, al margen del inglés precario que todavía no sale del todo, de la teatralización constante de los gestos corteses con los que aquí se relacionan. Pero no te he contado el viaje, espera, que vuelvo al inicio. Todo el mundo estaba en lo cierto cuando decía que no se nota el aire en los aviones que cruzan el Atlántico. Pero yo contengo el aire porque si me permito pensar por un segundo hacia dónde voy quiero bajarme. Es momentáneo. A la vez me siento increíblemente tranquila y segura y con el corazón acolchado con una manta de lana suave y fuego y es extraño porque en las ocho horas no logro dormir, ni leer, ni pensar. Un cierto vacío tranquilo hasta que empieza el baile del control de aduanas en el JFK. Lo libro con bien e impaciencia, casi una hora hasta que recupero la maleta y trato de reconocer a Cris y al hacerlo, a Valeria, claro, porque ella lo manda y enseguida entiendo por qué. Taxi a la ciudad y primer impacto de imágenes que veo desde fuera. Creo que te pasaría algo parecido, que a cualquiera de la tribu le pasaría por la cabeza el pensamiento fugaz de "esto yo ya lo he visto, tantas veces he estado aquí". Pero es Nueva York y en unas horas, cenamos tempranamente en Times Square que parece gastar 18 millones de dólares al día en toda su luz. Empiezo a observar lo que sé, pero en fin, no por obvio es menos impactante: los trabajos tienes colores, formas y escala social. De la piel al peso a la lengua cambian y estamos en una cadena de comida enorme y rápida. Somos cinco, están aquí también la mamá de Valeria y una de sus hermanas. Me voy pronto porque el sueño llega de golpe. El trayecto sola en metro me hace pensar por primera vez, pero no ha sido la última, que estoy aquí y que algo extraño hace asumirlo, como si no importase, como si el viaje, la distancia, la vida, no se vieran alteradas. Todavía no sé explicarlo. Estoy aquí. Duermo a trompicones pero de forma profunda y a la mañana siguiente me despido de la ciudad con un brunch, las bendiciones de la mamá de mi amiga y una pulsera talismán. Hemos visto mil veces Gran Central pero es el primer sitio que me impacta como si no fuera una referencia. No sé si alguna vez supe de las enormes constelaciones en la bóveda lejana, elevadísima. Dos horas de tren por un paisaje a medias inglés, a medias cuadro de Hopper o contemporáneo me dejan en New Haven. Dejo los trastos en la habitación del hotel, aviso en casa y salgo a escape, con mi mapa, a ver una de las habitaciones que tenía en mente. Tengo que tener suerte porque no quiero arruinarme pagando noches de hotel. Este lugar es pequeño y agradable. Es lo que me da tiempo a ver conforme tomo Chapel Street y echo a andar en dirección contraria al centro. Paso un barrio residencial, con edificios históricos pero de algún modo cuidados sin estar habitados por personas que parezcan poder pagarlos. En un parque, hay una estatua de Cristobal Colón. Pienso que necesito un libro de historia de esta ciudad. Por fin, llegó al número, al edificio de ladrillo y hormigón que alberga la habitación desde la que te escribo. Porque, creo, tuve suerte. El landlord se llama Harry y aunque probablemente sea de aquí tiene aspecto de inglés excéntrico. Entramos en el edificio: madera, techos altos, paredes claras, puertas metálicas, montacargas industrial y antiguo que sirve de ascensor. En el apartamento, el que ahora es mi compañero se afana con una cajonera de Ikea entre lo que parecen juramentos. Creo recordar, por los mails previos a mi llegada, que es broker o economista o algo por el estilo en una de estas malvadas agencias de calificación. Parece agradable y dudo si la franqueza es cultural o es cierta porque empiezo a intuir ciertos resquicios en la performance. La habitación es norme y sé que te encantaría, sé que habrías sentido la misma punzada que yo pensándote en ella, escribiendo en ella, leyendo en ella, viviendo en ella. Debe tener entre 25 y 30 metros, una ventana que da a árboles y calle y que se levanta hacia arriba. No hay, claro, persiana, cortinas, por eso lleva un buen rato amaneciendo mientras te escribo. Un sofá cama desnutrido y las dos puertas que dan acceso al armario enorme, con luz, donde ahora reposa la ropa de mi maleta. Una de las paredes es abuhardillada. El baño es grande y, albricias, con lavadora y secadora. Recuerdo preocuparme en los días previos al viaje, de manera obsesivamente idiota, por dónde lavaría mis cosas, por la razón inexplicable para mí de que esta gente no suela tener en las viviendas su maldita y propia washer. Pero aquí sí. La cocina es grande y tiene absolutamente de todo. Frigo de dos puertas, cocina de gas de blog angelical, micro, horno, lavavajillas, maderas claras. Hay cacharros para cocinar cuyo funcionamiento ignoro. Acompaño a Harry a su vivienda y me cuenta las condiciones, me parecen bien. De vuelta al centro, observo un supermercado, las tiendas, la lista mental de todas las cosas que tendré que hacer mañana. Ceno en un sitio cerca del hotel con una cerveza que me sabe a cielo bien ganado y duermo tranquila, aunque todavía destrozada por el jetlag que cae sobre los párpados como un deseo irrefrenable de una cama blandita y sin un solo ruido. El paseo hacia la oficina internacional de Yale me deja ver que este sitio más que de película sobre campus anglosajones es de cuento. Preciosos edificios de la universidad, calles pequeñas, arbolitos. Hago la identificación entre un racimo de estudiantes chinos. Pasamos una hora aprendiendo sobre safety y descubro que la mitad de las cosas de esta universidad son gratuitas toda vez que pagas la ruina maravillosa de sus matrículas. El autobús, por ejemplo, que todavía no sé dónde para el que me corresponde pero que con la id de la universidad te permite subir gratis y viajar por él todo el día. Voy corriendo al edificio del Departamento de Español y te juro que podría llorar con el mijita de Ginny, la señora que se ocupa de la administración. Apenas un saludo rápido pues la cita con mi supervisora es mañana y salgo corriendo a matricularme, a por la dichosa ID card sin la cual no eres nadie en este sitio. Luego, compruebo con alegría que ninguna de mis dos tarjetas de crédito funciona pero de la nada surge un maldito banco santander. No está conectado a la matriz española pero me sirve, me sirve la plaquita pequeña "hablo español" en el pecho de la muchacha a la que cuento mi vida. Tengo account, puedo mandarme la plata, sí. Y pagar entonces un sólo tax de cambio de divisa y ya en New Haven mi tarjeta, mi cash, sin más comisiones. Me encamina hacia la tienda de teléfono donde conseguir el número que necesito. Hay una palabra que no me sale en inglés pero no distingo racialmente si la criatura que me está atendiendo me puede ayudar. Él sí distingue mi joder con jota y garganta y saluda Puerto Rico. Tengo teléfono prepago, tengo conexión, dejaré de mendigar wifi con mosqueo porque claro, mi patata telefónica española no te creas que pilla bien todo el wifi gratis -que es poco- que hay por aquí. En el banco me han dado tres cheques y me preocupa que mi landlord se mosquee. Hay un sitio que vi el primer día que se llama Chipotle y que yo pensaba cadena pero no, emprendedores locales, pero bendita la hora please, bowl of carnitas, black beans, claro, no me eches eso, la salsa que pique, queso, gracias. Diet coke. Y aunque no son ni de lejos las mejores que he probado me hacen llorar un poquito. Mi casero viene a buscarme, maleta a casa. La subimos en el montacargas, Matthew no ha llegado todavía. Firmo papeles, le doy el cheque explicándole mi drama bancario y pidiéndole unos días para ir a cobrarlo. Todo ok. Pensaba comprar pero ante la muerte total de mis malditos plásticos no estoy muy convencida. Harry me enseña el super próximo que me fascina porque no entiendo nada, pero vamos a paso ligero: aceite, café, leche, ensalada, verdura, pasta, tomate, mañana más. Me lleva a Ikea y se gana, claro, el título de landlord. Tendría que comprar una mesa, una lámpara, lo urgente sin embargo es la ropa de cama para un colchón en el que no he pensado mucho, entiéndeme, lo intuyo festín de CSI y las credit cards están muertas, una de verdad y otra porque no fui rápida al autotransferirme las pelas. Me gano una bronca de abuelo, exactamente eso en perfecto inglés porque parece ser que tengo cara de buena gente, que no voy a escapar de New Haven, que Yale, que en fin chica despierta aunque mi inglés salga a trompicones así que Harry el landlord paga los 90 dólares y me da con sorna el ticket y yo le rezo al citibank y a los gestos extraños de cierta humanidad comprensiva, auque sea en dineros, entiéndeme, de esta gente. De vuelta al apartamento ya ha regresado también mi compañero que con la que intuyo novia se afana con sus propios dramas de Ikea. Les pido un destornillador señalando la cabeza de los tornillos porque no sé cómo se dice. Necesitaré no obstante uno mejor hoy: no soy capaz de apretar las patas de la mesa y lamento el set que dejé en casa, el eléctrico, que este chico tenga la caja de herramientas más lamentable que haya visto un primogénito. Entiendo que salen a comprar la cena y se ofrecen a traerme lo que sea, le digo que no se preocupe, voy a prepararme una ensalada y dormir. Pero llegan antes de que yo empiece con la cena. Reconozco que me da cierto reparo la convivencia extraña porque el tipo lleva solo muchos meses aquí y, claro, tiene todo tomado. Pero es majo, claro, good for sharing, creo entender. Así que mientras me hago la ensalada él y su chica me ofrecen una copa de vino blanco que no sé ni a qué sabe pero bien, desde luego, para mí ahora. Y hablamos de la cocina, del barrio, intercambiamos teléfono, me dice usa todo lo que veas sin preguntar, cacharros, especias, comida, todo. No es el paradigma del orden pero es definitivamente nice aunque quedará por ver si la franqueza es entonces resquicio de lo humano o parte del rito that's how americans we are. Caigo redonda, repentina, en mis sábanas rojas sin casi tener tiempo de apagar la luz. Me desvelo demasiado temprano, aún no ha amanecido y abro el correo mientras veo la luz elevarse y mando los mensajes que avisan del nuevo teléfono y pienso qué hora es en España y echo un vistazo al reloj para calcular si será posible skype antes de salir a encontrarme con mi supervisora y pienso estrenar la taza que Natalia me regaló antes del viaje y tu correo me hace pensar en Enzo y su luz y en el mar y en que septiembre allí será de otra manera porque aquí todo el mundo abraza rutinas y yo abrazo una alerta aunque estoy bien, eso que me preguntabas al principio, bien. Sin condiciones, sin adjetivos. Y no sé a veces si asustarme o si es simplemente que tiene que ser así, que es así, que he dejado, por fin, de verme a mí misma débil o enferma.

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