20.9.14

Google Street View

Nos despedimos hace un rato, pero yo sigo dándole vueltas a la conversación. Quizás porque mis días aquí tienen que ver con relacionarme todo el tiempo con personas nuevas, con el ejercicio del idioma y sus barreras en esto de saber si interpreto o no del todo bien lo que me dicen, quién me lo dice... De pronto me acuerdo de la cena de hace dos noches porque demuestra el error de mi percepción general de las personas. Déjame que te cuente. Te he dicho que pienso que sueles dar y no juzgar, que tu mirada hacia quienes se acercan a ti es absolutamente limpia. La mía, no. No lo ha sido nunca y, aunque cada error me recuerda lo que arriesgo, lo cierto es que me cuesta no funcionar con un prejuicio inicial. Me funciona bastante, así que lo mantengo como principio. Sucede que a veces personas que juzgué bien se revelan mezquinas, pero esa casuística me importa menos que su contraria: personas que juzgué mal y que me dan una lección. Pero maticemos el verbo juzgar, tal vez sea demasiado tajante. Tal vez sea mejor decir situar. Los gestos, el cuerpo, los movimientos, el habla, la forma de reír, de interactuar, todo ello más que el aspecto, la ropa o las palabras incluso. Todo ello sitúa a la persona que se nos acerca nueva y a veces sucede que equivocamos su clasificación. La que yo creía novia pero es sólo amiga de mi compañero de piso me pareció, de entrada, un sofisticado estereotipo de jóvena local. Sofisticado por elegante, que aquí el buen gusto en el vestir tampoco te creas que abunda. Tal vez su entonación cantarina y que, en principio, yo sentí que me estaba haciendo un vacío como una catedral, no ayudaron mucho. Me faltaban coordenadas, sin embargo. Porque conforme avanzó la cena, me fui desatascando con las palabras, Matt se fue a por tabaco y nos quedamos solas, resultó que tengo más cosas en común con esa chica cuyo nombre no retuve bien y por tanto no sé escribir, de lo que pensaba. Y en ese rato solas, con la excusa de la diferencia cultural y de comparar experiencias, hablamos de afectos, de la familia, de los estudios, de cómo es vivir en esta ciudad y de cosas como ser una chica educada, raised, como tal en este pueblo (no andar sola por la noche, no quedar con desconocidos, vigilar tu ropa, tus palabras, tu cuerpo, a ti, todo el tiempo). No para hacer grandes amistades, entiéndeme. No se trata de eso. Pero se abrió una ventana de comunicación donde yo había juzgado equivocadamente hostilidad, incluso cierta competencia, un desprecio entre féminas educativo y patriarcal. Y. ¿sabes de qué me di cuenta, amor? De que era yo quien estaba cayendo en todo eso: yo la que quizás por una voz cantarina y una cierta actuación estética la estaba juzgando más simple. Yo que me rebelo cada día contra eso y tal vez me enfrenté a mis propios temores, necesidad de encajar, algún yo adolescente que se sigue viendo fuera de foco, en la transparencia, que activa el resorte de la defensa intelectual cuando se siente amenazado. Tal vez me he enredado demasiado, pero... tú no te habrías equivocado con ella y ella no merecía mi equivocación. Por eso quería contártelo: en el fondo no se trata de dejar de ser como se es, de sacarse el corazón o la manera de sentir. Tal vez sólo de mirar mejor en una, en uno para tener siempre el referente en nuestra conducta, en nuestro ser, en nuestro talento, pensamiento o capacidad. No ponerse por encima, pero tampoco por debajo. Situarse. Eso que me cuesta hacer aquí y que poco a poco. Situarme. Cuando sé con el cuerpo y cada centímetro pequeño de piel que mi lugar está lejos pero para ganármelo he de merecer esta oportunidad, he de aprovecharla. Ganarme el derecho al mar... Curarme. Salitre. Para situarme tuve que cambiar de plano físico. La cena de hace dos noches es la prueba de que me equivoco y a veces olvido la frontera, estar siempre ahí, lo importante que es salirse de una para estar bien del todo.


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