Nos despedimos hace un rato, pero yo sigo dándole vueltas a la conversación. Quizás porque mis días aquí tienen que ver con relacionarme todo el tiempo con personas nuevas, con el ejercicio del idioma y sus barreras en esto de saber si interpreto o no del todo bien lo que me dicen, quién me lo dice... De pronto me acuerdo de la cena de hace dos noches porque demuestra el error de mi
percepción general de las personas. Déjame que te cuente. Te he dicho
que pienso que sueles dar y no juzgar, que tu mirada hacia quienes se
acercan a ti es absolutamente limpia. La mía, no. No lo ha sido nunca y,
aunque cada error me recuerda lo que arriesgo, lo cierto es que me
cuesta no funcionar con un prejuicio inicial. Me funciona bastante, así que lo mantengo como principio. Sucede que a veces personas que juzgué bien se revelan
mezquinas, pero esa casuística me importa menos que su contraria:
personas que juzgué mal y que me dan una lección. Pero maticemos el
verbo juzgar, tal vez sea demasiado tajante. Tal vez sea mejor decir
situar. Los gestos, el cuerpo, los movimientos, el habla, la forma de
reír, de interactuar, todo ello más que el aspecto, la ropa o las
palabras incluso. Todo ello sitúa a la persona que se nos acerca nueva y
a veces sucede que equivocamos su clasificación. La que yo creía novia
pero es sólo amiga de mi compañero de piso me pareció, de entrada, un
sofisticado estereotipo de jóvena local. Sofisticado por elegante, que
aquí el buen gusto en el vestir tampoco te creas que abunda. Tal vez su
entonación cantarina y que, en principio, yo sentí que me estaba
haciendo un vacío como una catedral, no ayudaron mucho. Me faltaban
coordenadas, sin embargo. Porque conforme avanzó la cena, me fui
desatascando con las palabras, Matt se fue a por tabaco y nos quedamos
solas, resultó que tengo más cosas en común con esa chica cuyo nombre no
retuve bien y por tanto no sé escribir, de lo que pensaba. Y en ese
rato solas, con la excusa de la diferencia cultural y de comparar experiencias, hablamos de afectos, de la familia, de los estudios, de cómo es
vivir en esta ciudad y de cosas como ser una chica educada, raised, como
tal en este pueblo (no andar sola por la noche, no quedar con
desconocidos, vigilar tu ropa, tus palabras, tu cuerpo, a ti, todo el tiempo). No para
hacer grandes amistades, entiéndeme. No se trata de eso. Pero se abrió
una ventana de comunicación donde yo había juzgado equivocadamente
hostilidad, incluso cierta competencia, un desprecio entre féminas
educativo y patriarcal. Y. ¿sabes de qué me di cuenta, amor? De que era
yo quien estaba cayendo en todo eso: yo la que quizás por una voz
cantarina y una cierta actuación estética la estaba juzgando más simple.
Yo que me rebelo cada día contra eso y tal vez me enfrenté a mis
propios temores, necesidad de encajar, algún yo adolescente que se sigue
viendo fuera de foco, en la transparencia, que activa el resorte de la defensa intelectual cuando se siente amenazado. Tal vez me he enredado
demasiado, pero... tú no te habrías equivocado con ella y ella no
merecía mi equivocación. Por eso quería contártelo: en el fondo
no se trata de dejar de ser como se es, de sacarse el corazón o la manera
de sentir. Tal vez sólo de mirar mejor en una, en uno para tener siempre el
referente en nuestra conducta, en nuestro ser, en nuestro talento, pensamiento o capacidad. No ponerse por encima, pero tampoco por debajo. Situarse.
Eso que me cuesta hacer aquí y que poco a poco. Situarme. Cuando sé con
el cuerpo y cada centímetro pequeño de piel que mi lugar está lejos
pero para ganármelo he de merecer esta oportunidad, he de aprovecharla.
Ganarme el derecho al mar... Curarme. Salitre. Para situarme tuve que cambiar de plano físico. La cena de hace dos noches es la prueba de que me equivoco y a veces olvido la frontera, estar siempre ahí, lo importante que es salirse de una para estar bien del todo.
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