23.9.14

Homeless, homesick

Querida Lara, cada mañana, mientras el agua caliente sale de la ducha y yo me atrevo tímidamente a meterme debajo (y no quiero imaginarme cuando lleguen el frío y la nieve...) saco mi jabón y le rezo a las diosas tutelares que nos enseñan siempre lo importante que es saber cuidar de una misma. Y, entre esos cuidados, el aprecio sencillo por los gestos pequeños, por las rutinas de calor y comodidad que se van estableciendo en la distancia. Me regalaste una pastilla de jabón delicado y perfecto porque decías que en esta tierra son poco de gel y sus pastillas tiran más al estropajo que a los aceites esenciales. Parece que en estos años han descubierto las maravillas de los botes. No muy grandes y no muy económicos, te diré, pero ése es otro asunto. He localizado al menos una marca que me gusta y, sin embargo, cada mañana froto despacio por el cuerpo la pastilla de jabón, en un rito que resultaría intraducible porque resume la calidez de casa, la piel que añora caricias, cosquillas y tactos amados. Esa pastilla es el baño de Enzo y la tersura nueva de su vida que crece. Es achuchar a Talita hasta que ronronea y después saca las uñas y se quiere ir corriendo a jugar. Es el olor que tienen las fotos de empanada que Mamá me envía amenazando con prepararme decenas cuando vuelva. Es la certeza de mi hermana cuando me manda mensajes de voz por Whatsapp. Es todo eso y cabe en la palma de mi mano. Hace unas noches fue la cena de bienvenida del Departamento. Una sala en uno de los edificios de la universidad, buffet de comida griega, gente reencontrándose después del verano. Conocí a algunas de las personas que hacen sus doctorados aquí, agobiadas todas porque parecen tener a la vuelta de la esquina los temibles exámenes de su tercer año. Charlando con una pareja limeña descubrí algo que ignoraba: New Haven es una de las ciudades más pobres de Estados Unidos. Si sacamos Yale de la ecuación, el lugar se desmorona. Eso me sirvió para empezar a entender algunas cosas: la cantidad de gente que no hace nada por los parques o las calles, la mendicidad, las advertencias de mi landlord sobre caminar en sentido contrario al centro desde mi barrio. Me acordé de tu trabajo sobre personas que viven en la calle en Chicago. Y pensé entonces que eres valiente porque, en fin, el choque cultural de la ocupación del espacio por clase, sexo y raza no está siendo menor. Mi edificio marca la frontera entre el centro y los suburbios. Estoy contenta de vivir aquí. La gente del edificio se parece y no se parece a mí, en todo caso se le intuye preocupaciones similares (algún curro más o menos precario, los amores, los pequeños gestos de cuidarse y quererse que en ocasiones te comparten al invitarte a vino o sacar a sus gatazos de casa para que puedas acariciarlos). No me sucede lo mismo paseando por las calles del campus, la verdad. Es imposible adquirir en tres meses la experiencia de la ciudad, pero desde luego más imposible sería desde su centro inmaculado en el que si temes moverte a oscuras de la biblioteca a tu college sólo tienes que llamar para que un amable policía universitario te escolte poco menos que hasta dejarte en zapatillas en tu habitación. Entendí un poco mejor la paranoia con la seguridad de la institución universitaria pues parece ser que esta ciudad en concreto -en el contexto de los prósperos condados de su alrededor- es peligrosa y tiene índices de criminalidad al nivel de urbes mayores del país. Es curioso porque yo no he sentido peligro en ningún momento, aunque sí extrañeza y poco deseo de poner un pie en la calle cuando cae la noche. Volviendo de esa cena, el taxista que me recogió me dejó consternado frente a mi edificio. Yo le miraba sorprendida porque en fin... perdóname el tópico, pero el buen hombre daba miedo en sí como para que a mí me preocupara, más que mi calle, que el taxi me llevara realmente a ella... Estoy contenta de vivir aquí porque será la única manera en la que pueda decir que, dentro de la excursión de mi estancia, no estuve del todo de vacaciones, en la mirada privilegiada de quien ni siquiera ve. Por eso me acordé de tu profesor y tu trabajo sobre los homeless, hoy que a mí me aqueja un poco de homesick porque fuera de las rutinas de trabajo, lectura, escribir, observar, echo de menos casa y la forma tan otra en que habitamos los afectos y el espacio. Pero me regalaste también -eso fue previo a este viaje pero en el arranque simbólico de este viaje- ese vinilo que dice "en ocasiones vuelo alto" y una vez en la pared, una vez fui capaz de mirarlo cada día, pienso que se incorporó de algún modo como clave o click o cosa ante mudanzas o camino. Tú te mudas pronto y te imagino mirando de reojo el ordenador porque en la mente hay cajas, muebles, nuevo orden para los libros amados. No te deseo suerte porque el Bosque la lleva en su interior. Voy a lamentar que octubre me pille en otros colores de otoño, en esta latitud, y no poder estar cuando inaugures ese refugio que va a ser, junto al mar, magia de casa. Porque será techo y será, claro, antídoto perfecto contra la nostalgia.


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